Juan Manzano, orientalista
En el ambiente sumamente tenso que vivía Cuba como colonia española a medianos del siglo XIX, el reconocido poeta Juan Francisco Manzano escribe Zafira, tragedia en cinco actos, obra dramática en verso aparentemente distante, en términos temáticos, de su experiencia personal de la esclavitud. Según su autor, la obra se sitúa “en Mauritania, hoy Argel, y pertenece al siglo décimo sexto” (25). Pese a no poder declarar con exactitud la fecha en que fue escrito, sabemos que Zafira fue publicado en 1842, en el contexto de la vida del dramaturgo como hombre “libre”, o sea, después del momento en que la declamación del soneto “Mis treinta años” había conmovido a un grupo de letrados blancos a sumar los pesos necesarios a comprarle a Manzano su libertad. Zafira va dedicado a Ignacio Valdés Machuca, uno de los admiradores que en esa tarde de 1836 cambiaron la condición legal –si no cotidiana- del escritor.[1]
Aunque la obra fue elogiada en el momento en que apareció, ha representado el mayor de los enigmas en cuanto a la producción de Manzano para los estudiosos contemporáneos, quienes careciendo de información relevante al texto, han preferido concentrarse en la obra autobiografía de Manzano.[2] Como resultado, se ha ignorado casi por completo una fuente cuyo valor es múltiple. Zafira demuestra otra faceta intelectual de un autor obligado a narrar su vida dolorosa de esclavo (aunque prefiriera escribir poemas), y comprueba que no perdió su don poético al adquirir su libertad, como se ha aseverado. Pero ya desde el inicio de un estudio cursorio, salta a la vista algo hasta ahora totalmente inadvertido por los críticos: con Zafira, Manzano participa de forma vital en una tradición “orientalista” en Latinoamérica que se extiende desde Colón (si no antes) hasta la época actual.[3] Además, el orientalismo de Manzano, al situarse en un contexto árabe, implica también el referirse al continente africano, y a (algunos de) los orígenes del poeta pardo.
Por cierto, dada la ausencia de trabajo crítico y aún datos históricos básicos sobre esta obra, estudiar las posibles implicaciones o consecuencias de un “orientalismo” practicado por un ex-esclavo a medianos del siglo XIX en Cuba nos puede dejar con más inquietudes e interrogativos que respuestas. En el mejor estudio que hasta ahora se ha hecho sobre la obra de Manzano, Roberto Friol notó en 1977 que “Zafira es para la crítica el enigma mayor en la producción de Manzano,” y todavía en 2000, concordó Abdeslam Azougarh que el drama “sigue siendo un enigma en la producción de Manzano” (57). O sea, hay un drama del drama, una contextualización de la producción de la obra del cual no sabemos casi nada. Se desconoce el manuscrito original, no se sabe con certidumbre la fecha de su creación,[4] ni si en algún momento fue puesta en escena. Los datos pertinentes a posibles antecedentes literarios, sociales, o personales son escasísimos. Obviamente, a los estudiosos de la obra de Manzano, nos sobran preguntas y líneas de investigación que quedan por tocar. Sin embargo, considerar la vida y obra de Manzano, revisar los corrientes romanticistas de la Cuba del siglo XIX, o resumir el orientalismo hispanoamericano como tradición intelectual temporalmente amplia y multidimensional serán tareas parciales sin tomar en cuenta Zafira.
Antes de entrarle a la trama de la obra, conviene señalar algunos hechos de su contexto sociohistórico y literario. En la introducción de su re-impresión cubana en 1962 por el Consejo Nacional de Cultura, el autor anónimo de la introducción decreta que “Desde luego: ‘Zafira’ no se distingue por su alta calidad poética o dramática” (Manzano 1962 8).[5] Este criterio es representativo, no sólo de la crítica sobre Zafira, sino de toda la obra poética de Manzano. Pero aunque la pieza teatral de Manzano yace u olvidada o desacreditada por los lectores recientes, su publicación constituyó un evento importante en el milieu intelectual y social de los años 1840 en Cuba. Como corrobora Friol, fue publicada gracias a una suscripción que juntó las donaciones de más de 300 personas de alto rango social e intelectual y del pueblo en general, incluyendo a algunos extranjeros que aparecen en la lista con el título de mister. Entre esos suscriptores, aparecen figuras fundamentales en la vida de Manzano, como Domingo del Monte, José Antonio Echeverría, el mismo Ignacio Valdés Machuca a quien se dedica el drama, el autor Cirilo Villaverde, e incluso, los antiguos amos del poeta, Francisco de Cárdenas y Manzano y Concepción Manzano (Friol 68). El anuncio que abre la suscripción para Zafira en la revista Noticioso y Lucero de la Habana el 4 de julio de 1842, nota lo siguiente:
Con este título se está imprimiendo una tragedia en cinco actos y en verso, cuyo autor es el pardo Juan Francisco Manzano. No es ahora ocasión de encarecer su mérito. Los amantes de las letras en Cuba saben sobrado, si Manzano es o no acreedor al título de poeta, hoy tan profusamente concedido, pero tan pocas veces con justicia alcanzado. Manzano ha pulsado más de una vez las cuerdas de su lira, cuando su posición, sus ningunos estudios debieron mas bien habérsela arrancado de las manos, porque los que nacen poetas han de inundar el mundo de sus armonías, como el sol inunda de luz la tierra.
Si estas circunstancias no bastasen para que el público alentara tan felices disposiciones, sobraría sin duda la consideración de la tragedia que se está imprimiendo: es la primera obra de su género escrita en la isla por un hombre de color. (4, también citado en Friol 67-68).
El anuncio subraya tres factores en cuanto a la producción de la obra: el nombre y color de su autor, el verdadero carácter o naturaleza del autor como poeta, y el hecho de que su obra constituirá el primer ejemplo del teatro escrito en Cuba por “un hombre de color”. Es decir, insiste en la categorización racial como un hecho íntimamente conectado con el proyecto estético y sugiere que la obra merece apoyo y lectura por esa conexión. Las implicaciones de esa representación son muchas, una siendo que con tal anuncio, se está señalando una tendencia crítica y social de construir una literatura subalterna o de minoría en Cuba desde una fecha anterior a su independencia.[6] Otra implicación es más sutil: a pesar de afirmar la calidad literaria de la obra, el anuncio reconoce que uno de los motivos para la suscripción y la lectura de ella será no la curiosidad intelectual sino la curiosidad social, el deseo de ver qué puede escribir un “pardo” que había sido antes esclavo. Como dice Friol, “Era casi un milagro que un ex esclavo pudiera haber creado esa obra” (81).[7]
Cuando sale impreso Zafira en 1842, es alabado por varios poetas que componen poemas “al cantor de la Zafira”, poemas que se incluyen en la edición de 1962. Todos son sonetos que reconocen el éxito del “gran Manzano” (“La voz discurra del aplauso mío” 11) y celebran su “obra maestra encantadora” (16). Uno de los temas fundamentales en esa alabanza es la “cuna infortunada” o escasa del autor, y su valor en superar su “existir penoso” (12).[8] En por lo menos dos de los poemas, la tarea poética se caracteriza como una iluminación, la luz de ella representando la naciente patria, el “numen fecundo de la patria mía” (12). Manzano es nombrado como el cantor o bardo de esa luz. De forma implícita, entonces, Zafira enmarca a Manzano en el proyecto independentista y anticolonial, aunque sea con una obra que trata de turcos y árabes, y que toma lugar en Argelia en el Siglo XVI. Si leemos estos metatextos como una crítica de la obra, vemos que algunos de los suscriptores y los otros lectores de Zafira consideraban el drama –hasta cierto punto, por lo menos-- una alegoría de la situación colonial que se experimentaba en Cuba. Como proclama un soneto firmado por Elino,
Para esos contemporáneos, Manzano es “el bardo que el cubano suelo/Aplaude y goza” (17), un poeta asociado con una incipiente identidad criolla y nacional. Aunque los críticos del siglo XX han solido prescindir de la poesía de Manzano por mediocre, los de su círculo lo declaran un genio, con uno de ellos, por lo menos, comparándolo con José María Heredia, el poeta más famoso del período colonial, y uno de los pilares de la literatura nacional. Pero ¿cómo es que llegan a esas asociaciones, leyendo Zafira, una obra que no guarda conexión explícita con ningún elemento del entorno cubano? Y más importante para los lectores actuales, tal vez, ¿por qué escoge Manzano una escena tan aparentemente lejana de su propia experiencia? ¿Será que la trama oculta o disfraza realidades mucho más cercanas, e incluso, autobiográficas? ¿Cuál es el velo que nosotros como lectores tendríamos que sacarle del texto?
Las traumas de la trama
Los personajes principales de Zafira son la princesa árabe cuyo nombre le da título a la obra, Selim, su hijo y un príncipe árabe, Barbarroja, el rey usurpador de Mauritania, su hermano Isaac, y Dalí, un príncipe “jerife descendiente de Mahoma.” También tienen papeles importantes personajes secundarios: Colifa, una “noble y joven árabe amiga de Zafira,” Danme, el lugarteniente de Barbarroja, el gran Muftí, y Noemí, un eunuco negro. A pesar de su papel secundario, este último va a tener una importancia primordial no sólo por su actuación en la trama, sino por su asociación biográfica con Manzano por parte de los lectores del texto.
La trama se basa en eventos reales relacionados con el conflicto del turco Arruch Barbarroja con Selim, Rey de Mauritania. Cinco años después del homicidio de Selim, su esposa Zafira por fin cede a la propuesta de matrimonio del temido Barbarroja, no sabiendo que fue su mano la que le quitó la vida a su marido. Desolada no sólo por su muerte sino también por la ausencia de su hijo, que desapareció la noche del asesinato, Zafira se resigna al deseo del déspota. Pero confiesa a su amiga Colifa que ha soñado con su difunto esposo, quien ha mostrado su disgusto con la boda, pidiéndole a Zafira que se mantenga fiel a su memoria. Colifa le recuerda a su amiga que su hijo, aunque fuese declarado muerto por un esclavo que ha regresado, puede estar vivo todavía. Isaac, hermano del poderoso Barbarroja, también indica su interés con Zafira, ofreciendo rescatarla de la boda con su hermano y llevarla a Mustigia, territorio del padre de la princesa árabe.
Es en ese momento que aparece por primera vez en el escenario Selim hijo, vuelto del lugar a donde un esclavo fiel lo llevó hace diez años para salvarle la vida. Aparece “en traje de noble asiático viajero,” y trae oculto un pequeño turbante, que va a servir en el drama como el símbolo de su presencia/ausencia. Aunque viene así disfrazado, es reconocido por Noemí, un fiel esclavo negro, y también por Isaac, que se da cuenta que es el hijo del difunto Rey Selim. En una escena crucial para nuestro estudio, sale Isaac en busca del joven, pero Noemí, consciente del peligro de la revelación de la identidad de Selim, detiene a éste, indicándole que sabe quien es:
Tanto Friol como Azougarh han encontrado en esta escena del Primer Acto elementos autobiográficos.[9] Azougarh opina que por el astuto uso del disfraz en Zafira, “el lector no sabe cuándo habla el personaje y cuándo lo hace el autor” y lee esta escena como “una continuación de la confesión autobiográfica contenida en el famoso soneto ‘Treinta años’”, los versos más famosos de Manzano (2000 59).
Apoyado por Noemí, Selim escapa, y volviendo Zafira e Issac, sólo encuentran al esclavo fiel y el turbante que ha dejado el joven príncipe. En el Segundo Acto, Dalí anuncia a Zafira que su hijo vive y ha vuelto para recuperar el trono, y ella luego se encuentra con Selim, ya sospechando que a pesar de su disfraz de “noble asiático viajero,” es su amado hijo. Le pregunta por su linaje, y Selim responde,
Pese a que en ese momento todavía mantiene su disfraz como extranjero, su descendencia noble no oculta, y su madre pronto cree estar hablando con su hijo. Acto seguido, Selim revela su identidad al noble Dalí, que, recordemos, es un “príncipe gerife descendiente de Mahoma”. En esa revelación, Selim lamenta su “cuna infeliz”, y muestra su sed de la venganza, temas que ya hemos visto en los elogios de Manzano escritos por sus contemporáneos. Selim termina su parlamento:
Aquí, Selim se representa como un esclavo, no de un amo, sino del rencor, de su deseo “bárbaro” por la venganza. Es una frustración que no se resuelve en el drama, ya que Zafira y Dalí son encarcelados y condenados a muerte por el celoso Barbarroja. Barbarroja y Selim entran en un duelo del cual el joven saldrá victorioso, pero la presentación de un turbante y un manto ensangrentados por el lugarteniente de Barbarroja hacen creer a Zafira que su hijo ha muerto, y ella se envenena. Selim, desilusionado por la sangre familiar derramada en el palacio, se niega a aceptar el trono de Mauritania.
Cómo leer el orientalismo de Manzano
Notemos unos elementos fundamentales para una lectura “orientalista” de Zafira. Primero, habría que revisar el trasfondo histórico de la obra de Manzano, recuperando acontecimientos de las contiendas entre España y dos “otros” orientales, los árabes y los turcos. Zafira y Selim padre e hijo representan a los árabes, mientras que Barbarroja e Isaac simbolizan el poder turco. Importante personaje literario en el Siglo de Oro, sobre todo en el teatro, Barbarroja fue también un actor principal en las luchas del poder en la península ibérica y el norte de África en la última parte del siglo XV y los primeros años del XVI.[10] En 1516, se va a Argel, donde el Rey Selim le ha llamado, buscando ayuda para resistir el pago de tributo a los españoles. Barbarroja degolla a Selim en el baño y se proclama sultán.
Sugiere Friol que Manzano puede haber conocido al personaje de Barbarroja en 1827, cuando se presentó “el hermoso drama titulado Aaradin Barbarroja” en el Teatro Mecánico y Pintoresco de la Habana (69).[11] Sea o no el hecho, las figuras exóticas de Barbarroja, Selim, Zafira y Noemí señalan la participación de Manzano en la recuperación del Oriente y la relación cercana entre literatura y política, dos elementos típicos del romanticismo.[12] Pero aparte de esas influencias románticas en la creación de una obra orientalista, “tal vez lo decisivo de la elección fuera el sentido del fatalismo islámico, tan naturalmente afín al de Manzano,” sugiere Friol (71). Como es imposible–hasta ahora, por lo menos–saber cuáles eran los modelos literarios de Manzano, sólo se puede especular que tal vez hubiera visto otras obras teatrales de autores que integraban elementos orientales, como, por ejemplo, los dramaturgos españoles el duque de Rivas y Martínez de la Rosa, cuyas piezas se presentaban frecuentemente en los teatros habaneros o tal vez una o más de las óperas con tema orientalista de Rossini.
Encuentro sorprendente que Azougarh, a pesar de sus cuidadosos estudios de la obra de Manzano, y también del orientalismo en la obra de José Martí, nunca comente el elemento orientalista de Zafira. Al parecer, él comparte con Ivan Schulman una tendencia crítica de ver el orientalismo en las tempranas crónicas y cartas de la conquista, y de nuevo en el modernismo que comienza al final del siglo XIX, pero no en el período que cae entre esos dos momentos.[13] Si seguimos el análisis del referente oriental que elabora Azougarh en cuanto a la obra de Martí, vemos que lo que aquí se ha propuesto como un orientalismo en Manzano es muy distinto del perfil que asume en la obra de los poetas modernistas posteriores. Si para Azougarh el orientalismo hispanoamericano es el privilegiar la dimensión imaginaria por encima de la histórica, y la negación del Oriente actual al apropiarse de su pasado (1998 12-14), es un fenómeno que podemos reconocer sin dificultad en la obra de Manzano. Pero si ese orientalismo llega a ser en Martí y otros poetas modernistas la cultivación de la diferencia y la hostilidad de la relación entre Oriente y Occidente, es una reducción de la complejidad de la visión orientalista que se encuentra en Zafira, donde los partidos orientales luchan contra Europa tanto como con Europa y entre sí. Es decir, la variedad de personajes y posturas políticas asociadas con el Oriente en Zafira crea una categoría estética y política ambigua y cambiante.
Esta identidad flotante parece servirle a Manzano en dos empresas: funciona como símbolo de la identidad cubana en su propia relación con España y/o Europa, y ofrece una reconsideración del carácter africano para un autor consciente de ser afro-americano. Schulman, en su estudio del orientalismo en Martí y sus contemporáneos, nota que
Estamos convencidos de que el proyecto de apropiar los orientalismos en la literatura modernista implica la existencia, entre los escritores del período, de una revaloración cultural dinámica en la que el deseo de insertar el Otro oriental debe verse no como un sencillo fenómeno de intertextualidad, sino como un fenómeno social. En otras palabras, los orientalismos discursivos constituyen una red de representaciones heterogéneas de la cultura, generadas por la fuerza de la autoridad social y las prácticas estéticas de la época. (33-34).
Este acierto crucial ignora, lamentablemente, el hecho de que tales negociaciones identitarias de los modernistas seguían procesos anteriores muy parecidos. El “fenómeno social” a que se refiere el orientalismo de Manzano es la colonia azucarera y no la independencia recientemente adquirida, y por lo tanto, asume un carácter distinto. Como los árabes de Mauritania o Argelia en el Siglo 16, hay cubanos que quieren liberarse del tributo y la sumisión a los españoles, pero cuando piden ayuda de sus hermanos orientales los turcos, son traicionados por ésos, que practican una opresión aún más bárbara. Los turcos en Zafira serían, según esa lectura alegórica, los criollos o españoles residentes en Cuba que con sus prácticas bárbaras, es decir, por su participación en los abusos de la esclavitud, estorban la liberación de la isla.
La lectura alegórica del turco Arruch Barbarroja como un español negrero, y los árabes como sus víctimas africanas, no es del todo inverosímil. Cuando su amiga Colifa le recuerda a Zafira que “siete tronos Africanos” le han rendido la cerviz a Barbarroja, reconoce una tradición europea que divide al mundo oriental en malos y buenos, los turcos generalmente representando la barbarie y el salvajismo, y los árabes la alta civilización. Este orientalismo ambivalente es aparente en uno de los contemporáneos más importantes de Manzano, Alejandro de Humboldt. En su relato de su viaje por Cuba, Humboldt asocia la esclavitud colonial española con el dominio turco sobre la Grecia, y en ese retrato,
los turcos adoptan el papel de los traficantes de esclavos de las colonias españolas, mientras los indios y en este caso específico los negros esclavos asumen el de los oprimidos griegos, en tanto el Occidente se llena de “oprobio” al no poner fin a tales prácticas, lo cual estaría en condiciones de hacer apoyando la lucha de liberación de los griegos o –– algo que se deja a la libre interpretación del lector ––, poniendo en práctica la abolición de la esclavitud (Lubrich 1-2).
Como dice Oliver Lubrich al comentar la obra de Humboldt, “en contraposición al ennoblecimiento del Oriente como cultura de la Antigüedad clásica, aparece la historia de los enfrentamientos entre los países de Europa y un Islam en expansión” (1).[14] Obviamente, para Humboldt el orientalismo ofrece un espacio en el cual puede construir una postura no principalmente imperialista, sino anticolonial. Por lo tanto, Lubrich cree encontrar en los escritos de Humboldt lo que hoy “podríamos intentar definir como ‘postcolonial’” (3). La pregunta ahora es si, leyendo a Zafira, podríamos decir lo mismo de Manzano. Y obviamente, esta pregunta se junta con muchas mas: ¿Por qué escoge un escenario y unos personajes orientales y africanos Manzano? ¿Qué relación posible guardan esas elecciones con su propia condición como hombre de color? ¿Por qué escogió este tema y este género en un momento (después de su manumisión) cuando los disfraces o las máscaras parecerían ser menos necesarios? ¿Por qué escribió una obra que incluyera personajes que ni siquiera se tomaran en serio en la producción, dados los prejuicios del público cubano en esa época?[15] Todas esos interrogatorios nos atraen, al examinar una de las obras más interesantes, y tal vez más importantes, de la tradición orientalista en América Latina.
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