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La sombra del Oriente en la independencia americana
Hernán G. H. Taboada
Universidad Nacional Autónoma de México

Cuando los europeos llegaron a América, destacaba en su arsenal simbólico la figura casi completamente negativa del Moro: encarnación de la alteridad religiosa, había sido concebida en España y sirvió como modelo para trazar no pocos rasgos del amerindio. Tres siglos después el Moro había desaparecido del imaginario en América (y aún en España): Humboldt hacía notar que las leyendas de Pelayo y el Cid ya no se encontraban en la tradición oral de los criollos. En cambio había ganado lugar, por obra de la creciente influencia ultrapirenaica, su más complejo descendiente: el Oriental. Encarnación de la alteridad cultural, menos temible, de alguna manera fascinante y a veces virtuosa, su figura, concebida en Francia, sirvió entre otras cosas para retratar al español.

Más ubicuo que el moro, el oriental dominaba desde Japón hasta Hungría. Una de sus variedades, el chino, sólo fue construida por los europeos después de su llegada a América y había sido objeto de admiración durante los siglos XVII y XVIII. Aunque en Europa la xenofilia fue sustituida por la xenofobia de fines de este siglo, (Cf. Étiemble y Spence) en América fue más persistente: existe un estudio sobre su presencia en el Río de la Plata a fines de la colonia y hallamos numerosos testimonios también en la primera prensa independentista, donde China sigue siendo un reino admirable por la justicia, el manejo económico, la atención a la agricultura, el trato a los muertos o la falta de corrupción. La figura ejemplar del Chino aparece en los capítulos del Periquillo Sarniento de José Joaquín Fernández de Lizardi, 1816 (Mariluz Urquijo 380), el pseudónimo de Confucio fue adoptado por el rioplatense Francisco de Paula Castañeda (Scroggins ) y el despotismo chino que hace feliz a su pueblo aún aparece como digno de elogio en las páginas de ciencia política que hacia 1820 redactó el conservador chileno Juan Egaña (Collier 265 ).

En cambio la variedad islámica del Oriental apenas modificó sus rasgos negativos; también ella fue utilizado ampliamente en el discurso político de principios del siglo XIX, tanto que un neogranadino “Aviso al público” veía la necesidad de denunciar los espíritus fuertes que, solícitos de anécdotas, curiosos por saber “lo que hace el Can de Persia y lo que pasa entre los Cairos”, descuidaban la religión católica. (Martínez Delgado y Ortiz 479). De esa imagen tratan los apartados que siguen.

1. España, africana y despótica

Tradicional entre italianos, franceses o ingleses había sido la identificación entre los españoles y sus antiguos enemigos muslimes, a pesar de que aquéllos insistían en remontar su origen a los godos y a los más lejanos guerreros de la Reconquista. Los criollos no dejaron de adoptar esta ascendencia ilustre: lo muestran las leyendas etimológicas ligadas a apellidos como Farfán de los Godos, Ladrón de Guevara o López Portillo que han llegado hasta la actualidad.[1] Ni siquiera una obra insurgente como el Memorial de agravios del neogranadino Camilo Torres (1809) olvida que los americanos son tan españoles como “los descendientes de Pelayo” (Memorial de agravios, Romero 29).

Pero durante las guerras de independencia la valoración cambió momentáneamente. Posiblemente se debió a alguna influencia mediada del clasicismo alemán ---cuando Winckelmann acuñó el despectivo término “gótico”, que mantuvo Andrés Bello en sus escritos--- o del pensamiento jacobino, para el cual la revolución había sido una revancha de la población galorromana contra la nobleza descendiente de sus bárbaros conquistadores francos. En este ámbito de rechazo, el nombre de los godos fue usado como término despectivo para el bando realista. Pero al mismo tiempo, con poca coherencia, los independentistas retomaron el viejo motivo de los enemigos de España y recalcaron la cercanía y parentesco de ésta con África y el origen mezclado de los españoles, que en algún momento habían llegado a quemar incienso en las mezquitas.[2]

El sentido político de tales pasajes era variado: diluir las acusaciones de mestizaje con indios o negros hechas a los criollos; alegar que, tan mezclados como los americanos, no podían aspirar los peninsulares a ninguna primacía en el gobierno de las Indias, como tampoco alegar derechos de conquista, pues en ese caso los árabes, como los godos, tendrían derechos sobre España. Insistiendo en este discurso de cristianos viejos, los americanos también criticaban las relaciones que los españoles de su época tenían con “judíos y moros” y el tratado que Carlos III había firmado con los otomanos, manteniendo una embajada inútil y tratos impíos.[3] No extraña, en este viraje valorativo, que las preferencias divinas también cambiaran y que después de un eclipse secular Santiago reapareciera en América del lado de unos indios michoacanos insurgentes en contra de los realistas.[4]

Por su origen y por su cercanía (o aún pertenencia plena) a África, España debía cargar con los principales atributos de los moros: la crueldad, el fanatismo, el despotismo, la ineptitud y aun la debilidad. La comparación ---ya realizada por jesuitas exiliados como Clavijero o Pablo Vizcardo y Guzmán--- se hizo común una vez que estallaron las hostilidades. Los españoles recibieron motes y comentarios adecuados: sus autoridades son “visires”, “bajáes”, “sátrapas”, “sultanes”. Sus servilismos son “atenciones asiáticas”, sus crueldades en la toma de Quito, dignas “de los discípulos de Mahoma”; Fernando VII es Muley Fernando, su representante un “nuevo Mustafá”. En Colombia, Ecuador, Perú y Chile, los realistas fueron calificados como “sarracenos”, como vemos en el artículo de 1813 de Camilo Henríquez titulado “Diversos tipos de sarracenos” y en unos versos patrióticos peruanos:


La gran causa va triunfando
del despotismo infeliz.
Los tiranos se confunden
en la sanguinaria lid:
y con todo el sarraceno
persiste en su obstinación.[5]

Notemos que el cargo de “obstinación” ---que coinciden en atribuir a sus enemigos estos versos y el artículo de Camilo Henríquez--- retoma, al parecer inconscientemente, uno de los rasgos atribuidos al moro impío: su obstinada persistencia en el error.

Podemos ver la recepción y ulterior elaboración de estos motivos en la obra de Bolívar. El islam es algo tan extraño que su libro sagrado es término de paradoja: adoptar la constitución de Estados Unidos sería como adoptar el Corán, señala. Pero sobre todo recogía las ideas ilustradas acerca del despotismo propio de las regiones asiáticas: “En los gobiernos absolutos, la autoridad de los funcionarios públicos no tiene límites: la ley reside en la voluntad del gran sultán, del khan, del dey y de otros soberanos despóticos”. Sin embargo ahí había una “tiranía activa” en cuanto no son pueblos gobernados por el extranjero: “al fin son persas los sátrapas de Persia, son turcos los bajáes del Gran señor, son tártaros los sultanes de la Tartaria”. Notemos la ausencia de cortes temporales o geográficos en el reino del despotismo: Bolívar parece considerar contemporáneos suyos a los sátrapas, no ve diferencias entre turcos y chinos. Al mismo tiempo, los españoles han quedado contaminados por los gérmenes de este despotismo: los hispanoamericanos eran más un compuesto de sangres que una emanación de Europa “pues que hasta España misma deja de ser europea por su sangre africana, por sus instituciones y por su carácter”. Y con ello “nos han transportado el Asia a América, nos han enseñado el Alcorán con sus prácticas y nos han inspirado por el espíritu nacional el terror”.[6]

2. La independencia griega

En este contexto, era natural que se ampliara la comparación entre la lucha independentista de griegos y americanos, pueblos hermanados en el combate contra dos despotismos semejantes. En nuestros días se ha notado la contemporaneidad de la lucha de independencia americana (1810-1824) y la griega (1821-1831), así como ciertos rasgos análogos. Incluso hubo algunos individuos que participaron, o quisieron participar, en ambas: junto a Byron ---que viajó a Grecia a bordo del Bolívar--- , Lord Cochrane, el portugués Antonio Figueira de Almeida, comandante de la caballería griega que luego combatió la independencia de Brasil, Christos Bosco, chileno de origen griego, y algunos españoles (Stadtmüller, passim).

Los contemporáneos vieron las diferencias: no es la misma lucha, notaba la prensa francesa,[7] Gran Bretaña no tuvo idéntica actitud hacia ambas y tampoco los Estados Unidos. Pero la retórica era más imaginativa: desde Washington, el presidente Monroe señaló en un discurso ambas luchas a favor de “la independencia, la libertad y la humanidad” y en la imprenta independentista de la América española aparecen a menudo noticias de la guerra helénica, tomadas de periódicos ingleses o franceses, y siempre favorables a los griegos. También algunos libros sobre la guerra en Grecia figuran en catálogos americanos y hubo poetas que cantaron sus glorias: el argentino Juan Cruz Varela, el mexicano Manuel Carpio, el colombiano José Fernández Madrid (1822), el brasileño José Bonifácio de Andrada e Silva (1827) y hasta el mulato cubano Plácido (en torno a 1840).[8] La comparación implícita, como en El Oriente de Jalapa (Galí Boadella 2001), se hace a veces explícita: “Su ejemplo no será superfluo para el Perú”, dice de los griegos la Gaceta del Gobierno del Perú; “La ruina política es igual en ambos. La Turquía se halla tan imposibilitada de obrar contra Grecia como España contra la América”, apunta el Correo de Arauco.[9]

3. Los americanos: despotismo y barbarie asiática

Desde el bando realista el recurso a la imaginería orientalista parece haber sido menor, pero no estuvo ausente. Desde época temprana habían sido traspasados al amerindio rasgos propios del moro (Taboada, cap. 9); durante la Conquista, abundan las anotaciones en este sentido de parte de los cronistas: los indios visten y se comportan como moros, y a las castas se les atribuyen nombres como moriscos y jenízaros; vemos que en el siglo XVIII el traspaso continuó y el teatro francés sitúa en América a héroes o heroínas con nombres orientales.

Estas analogías se reforzaron al final de la colonia. En el “segundo descubrimiento” de América (1799-1804), Alexander von Humboldt echó mano de recursos ya ensayados en la descripción orientalista: el antiguo Egipto, India, China, México y Perú tuvieron formas de gobierno sobre el mismo modelo, en que los hombres constituyen masas sin voluntad individual (Lubrich “Egipcios…” y “A manera de…”). Lector de las mismas fuentes europeas, Bolívar no dejó de poner en el mismo plano a los imperios orientales y los precolombinos: en carta a Unanue habla del “lujo asiático” de las ruinas americanas y en otra carta a Santander desde Cuzco cita Las ruinas de Palmira del conde de Volney, porque probablemente se sintió ante las ruinas prehispánicas como Alejandro ante Persépolis o Bonaparte ante las pirámides.[10] En el mismo tono cantaba al Sol José el poeta José María Heredia:


así en los campos de la antigua Persia
resplandeció tu altar, así en el Cuzco.[11]

Se vieron otras semejanzas, además de las arqueológicas. En la descripción del entorno natural y humano Humboldt utiliza comparaciones, asociaciones, alusiones, citas y reminiscencias orientales en abundancia (Lubrich 2003a y 2003b). No fue el único en hacerlo: que la generalización sobre los pueblos nómadas pastores estaba extendida lo muestra el parisiense Moniteur universel cuando supone que los jinetes americanos son como cosacos, o la prensa limeña que recuerda cómo los mamelucos, “en nada comparables con nuestros llaneros y nuestros gauchos”, hicieron morder el polvo a las tropas de Bonaparte.[12] Unas décadas después algunos viajeros fueron más explícitos: Gaspard Mollien igualó al caudillo independentista Páez con un jeque árabe o un khan tártaro; Arsène Isabelle también habló de tártaros y beduinos para explicar al hombre de campo rioplatense. El inglés Francis Hall (1824) se refirió a “un cuerpo de caballería tártara” y a los “moros del desierto de la Nubia”. [13] Nos hallamos ante un motivo de gran arraigo posterior, que se convertirá en lugar común entre viajeros y observadores antes que Domingo Faustino Sarmiento le diera amplia circulación en el Facundo (1845).

Esta modalidad se inspiraba en la primera literatura orientalista, que no era desconocida en América: los Viajes y las Ruinas de Volney no sólo fueron evocados por Bolívar, sino que aparecen citados, comentados y aun traducidos con frecuencia (Mariano Moreno, José de la Luz y Caballero), suministrando elementos de reflexión. La idea de una poblamiento asiático de América, y por consiguiente el posible paso de costumbres tártaras, ya era corriente. Otro factor puede haber influido: tras la toma de Orán por los argelinos (1792), muchos oficiales españoles (o americanos, como José de San Martín) que habían servido en esa plaza pasaron a América (Marchena Fernández 1992: 163-164). Es el caso de Francisco García Carrasco, capitán general de Chile desde 1808, nacido en África, de donde había llevado una favorita a tierra chilena (Mitre 1890/1938). No faltaron tampoco patriotas que como castigo fueron enviados a los presidios norteafricanos y de ellos lograron escapar en el desorden de esos años; de uno de tales fugitivos nos habla una crónica de Lizardi de 1823 (1991: 397); militares y fugitivos posiblemente vieron semejanzas entre las sociedades del norte de África y las americanas.

El motivo fue utilizado una vez que estalló la independencia: recordemos que en el siglo XVIII una vieja concepción de la historiografía hispana había hallado el nombre que hoy usamos para la lucha secular contra los moros, la Reconquista. La imaginería de este enfrentamiento, omnipresente en la historia hispana, se había reforzado como una forma de oposición a la influencia francesa y vemos que a raíz de la invasión francesa de 1808 hay una recuperación casticista (Torrecilla 2004: 22), que asomó también en las luchas americanas. Ya en el Río de la Plata Santiago de Liniers había sido llamado por su victoria sobre los ingleses “nuevo Pelayo” (Vicente López y Planes “El triunfo argentino”, 1807, en La Lira Argentina 1960: 437). Más tarde, una encomiástica Oda al virrey novohispano Calleja lo compara con Pelayo y con el Cid, recordando también a Lepanto, antes de mencionar a Paredes y a Cortés (Sierra 1910/1985: ccviiss). De 1814 es la desconcertante escultura que realizó el mexicano Pedro Patiño Ixtolinque del rey godo Wamba (que reinó entre 672 y 680 y que se caracterizó por domar numerosas rebeliones).[14] Descendientes de los héroes de la Reconquista, los realistas ven en sus enemigos a nuevos orientales y moros: en México Hidalgo es llamado “Sardanápalo sin honor y sin pudor”, “nuestro pequeño Mahoma, apático y voluptuoso”.[15] En Perú, José de San Martín recibió epíteto análogo, como canta una hoja volante limeña:


Por Pasco, por Jauja y Tarma,
conocen ya la verdad:
ciudadanos, despertad,
volad pronto cual paloma
y al sucesor de Mahoma
de vuestro suelo botad.[16]

4. Nueva valoración

A partir de lo dicho, se desprende que la figura mítica del Oriental seguía siendo negativa, un modelo del enemigo. Pero son también perceptibles algunos cambios de valoración, que ya se habían hecho sentir en Europa e incluso estaban apareciendo en España: Carlos III entabló relaciones diplomáticas con el imperio otomano y profundizó las relaciones económicas con Marruecos. Alguna apreciación positiva del islam español apareció con la obra del jesuita Juan Andrés (alrededor de 1780-1790) y en José Antonio Conde (1820). Aunque esta novedad llegaría a América sólo después de finalizadas las guerras de independencia, alguna señal precursora se dejó oír.

En su paso por tierras turcas, Francisco de Miranda hizo anotaciones bastante elogiosas, así como, nuevamente, Fernández de Lizardi (Taboada 1998). También se retoma un tema de la Ilustración (ya presente en la biografía compuesta por Boulainvilliers en 1728), que hace de Mahoma un legislador prudente, en el mismo plano que Minos o Numa, y que usó la religión de pretexto para una buena causa como era introducir usos civilizados entre un pueblo bárbaro. Los muslimes tienen dotes positivas: son unidos entre sí, son fuertes militarmente; a diferencia de los sarracenos americanos antes aludidos, los que invadieron España “amaban las letras y a los sabios, como lo prueba elegantemente el abate Andrés”; en Turquía hay tolerancia religiosa.[17] Alguna comparación en este espíritu se hizo entre americanos y moros: si el sultán de Marruecos se convirtiera, ¿donaría el papa su reino a España? La acción inglesa y holandesa en ambas Indias es conocida y criticada por la prensa. El Moro aparece, siguiendo el modelo literario del siglo XVIII, como interlocutor en los diálogos ficticios que José María Blanco White escribía desde Londres en El Español (Blanco White 1992) y que tuvieron circulación en América.

Pseudónimos “orientales” asoman por primera vez: como ya se dijo, el rioplatense Francisco de Paula Castañeda es “Confucio”, y Lizardi “Fefaut el Argelino”; un periódico limeño se tituló El Sofi de Persia (1814), (Martínez Riaza 41 y 110). Tártaro se llamó una goleta independentista y los corsarios antiamericanos que aterrorizaron por algunos años las aguas del Caribe se denominaron a sí mismos “los musulmanes del mar”, con lo cual La Habana vino a ser “el Argel de América”, como lamentaba Félix Varela.[18] Después de la independencia, la moda de los romances moriscos, escasa en América, tuvo algún eco en Cuba y en otras regiones la hizo conocer José Joaquín de Mora.

El acercamiento sentimental no careció de correspondencia en la realidad: las citadas relaciones económicas de España con Marruecos habían llevado a que su sultán mostrara interés en el comercio con Indias (Lourido 1989) interés que lo llevó a convertirse en el primer gobernante que reconoció al gobierno de Estados Unidos (1786), pero el gabinete español no permitió ninguna brecha a su monopolio y sólo en el desorden de las guerras de independencia una parte de las importaciones españolas se dirigió a Marruecos, que empezó a ser frecuentado por comerciantes americanos, manteniendo los moros estricta neutralidad, tal como en su momento hizo saber, una carta del sultán de Marruecos “En el Nombre de Dios Todopoderoso Al Agente de la república de Colombia en Gibraltar”. Tras las dos restauraciones monárquicas, Tánger se convirtió en un refugio para los liberales españoles, cuya entrega pidió Fernando VII al sultán, que rehusó, ganando así la sobra alabanza de El republicano de Arequipa.[19] En este ambiente general se esbozó un plan de alianza entre los corsarios de la Gran Colombia y Marruecos, que serviría de base para éstos contra los barcos españoles (Miège).

Si bien esta alianza americano-marroquí no pudo concretarse, la idea de una coincidencia asomó ya en estos primeros tiempos. Hay un escrito burlesco que inexplicablemente ha sido tomado en serio en nuestros días, una hoja volante “reimpresa en Puebla, año de 1808”, que contiene una “Proclama de los moros de Tetuán” escrita por Mahmet Ali en apoyo de la Junta de Sevilla, incitando a los españoles contra la invasión francesa: el Moro es visto como aliado, no enemigo (Granillo Vázquez 1990).

Comenzó también cierta reivindicación histórica. Desde el siglo XVIII la bibliografía española sobre los árabes y los moriscos se había reducido casi a nada, y fueron franceses e ingleses quienes continuaron la tradición (Bunes Ibarra, Candau), en sentido reivindicador de los judíos y moriscos expulsados. En este ámbito había asomado la idea de una común desdicha de moros y amerindios a manos de los españoles, como interpreta un periódico londinense.[20] La reivindicación aparece en América durante la independencia: la prensa retoma el motivo, siguiendo las reflexiones de Guillermo Burke sobre la tolerancia religiosa (Grases y Becco 1988: 91), y el costado económico de la expulsión es subrayado por el mexicano fray Servando Teresa de Mier: el fanatismo español llevó a la expulsión de millones “de moros agricultores y de judíos comerciantes”.[21] El poema de Francisco de Paula Castañeda publicado en La Lira Argentina (1824) resume así la idea:


Sobre un furioso alígero melado
(según España hasta ahora lo pregona)
saca Jacobo vibrando su tizona
sarracenos sin fin ha degollado.
Igual desaguisado
sufrieron mexicanos
y los nuestros peruanos.[22]

Dada esta común desventura, es de notar un motivo final en la visión orientalista de la independencia. Como antes la Revolución Francesa ---que había asentado el programa ecuménico de libertar a la humanidad de los despotismos---, parte de los criollos, que miraban a la orilla asiática del Pacífico más de lo que suele creerse, imaginaron que América era una isla de libertad en un mundo de tiranía, bajo la cual gemían Asia y Europa, por lo cual la emancipación no se limitaría a América, sino que cruzaría el océano para libertar a las otras humanidades.[23] Semejante esperanza asoma en algunos artículos de la prensa y es aludida en un poema a la victoria de Maipo: la humanidad vuelve los ojos con ternura


saludando este asilo venturoso,
desde Asia y la Europa, donde gime
en medio de la paz de los sepulcros.[24]

La misma idea es expresada con singular énfasis por José Cecilio del Valle en Centroamérica: “El asiático, el africano subyugados como el americano comenzarán a sentir sus derechos: proclamarán al fin su independencia en el transcurso del tiempo y la libertad de América hará por último que la tierra entera sea libre”.[25] No sólo de sus déspotas locales, porque la consideración de la opresión inglesa en la India o de los abusos de Bonaparte en Egipto asoma cada tanto en los escritos americanos.[26]

Conclusión

Lo anterior ha querido esbozar lo que podríamos llamar el primer orientalismo auténticamente americano, que aun partiendo de información europea, pudo modificarla con vistas a sus propios fines. En las décadas posteriores iría adquiriendo mayor complejidad e información, constituyéndose en componente de cierta importancia de las ideologías criollas de la identidad. De más está agregar que tanto ahora como antes y después, tanto en América como en Europa siguió siendo una construcción que muy poco tenía que ver con los hombres, las mujeres, las sociedades y los usos de las extensas regiones del “Oriente”.

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Winckelmann

Notas:

[1]. La duda y la burla debieron de asomar pronto: Machado de Assis narra cómo el padre de Blas Cubas, descontento con el sabor tonelero de su apellido, inventó que dicho el mismo había sido dado a un caballero héroe de las jornadas de África por la hazaña de haber arrebatado a los moros trescientas cubas; véase Machado de Assis 1880/1982: 12.
[2]. Señalamientos de este carácter mezclado de los españoles en Camilo Torres, Memorial de agravios, de 1809, en Romero 30; Gaceta Ministerial de Chile, núm. 96, sab. 9-vi-1821, y 97, sab. 16-vi-1821, pp. 175 y 178; El Editor Constitucional (Guatemala), lunes 21-viii-1820, en Molina 1954, tomo I, p. 75, nota. Que los españoles rezaron en mezquitas lo dice la memoria de Melchor de Talamantes, “Lo que conviene a las Américas”, en García 1910/1985: tomo 5, 398.
[3]. Embajada inútil, Camilo Torres, Memorial de agravios, en Romero 39; denuncia la paz con la Puerta Otomana un bando publicado en la Gaceta del Gobierno Provisional Mexicano de las Provincias del Poniente, 30 de abril de 1817, en Miquel i Vergés 1941/1985: 215.
[4]. El testimonio de esta aparición, al parecer de 1817, la recogió de la tradición oral Valle 33-34.
[5]. Un testimonio de Ecuador en Miranda 1950: 518-519; el artículo aparece en Henríquez 1960: 145-146.
[6]. Las opiniones de Bolívar han merecido un estudio aparte, Vargas Martínez 87-90. Las citas pertenecen a la Carta de Jamaica (1815) y al Discurso de Angostura (1819), con muchas ediciones, véase p. ej., Mijares y Pérez Vila 1976.
[7]. "En suma, esta revolución no se puede comparar a las de la Península, de Nápoles, de Piamonte ni aun a la de Grecia", La Estrella de París, 2-iii-1826, en Pando y Ortiz de Cevallos Paz Soldán 473; el mismo trozo reproduce El republicano de Arequipa, aunque datándolo del 23-xi-1825.
[8]. José Fernández Madrid, “A los pueblos de Europa en tiempos de la Santa Alianza” (1822?), vv. 110-123, en Carilla 1979: 190, donde también aparece traducida la “Oda a los griegos” de Bonifácio de Andrade y Silva 295.
[9] Otros ejemplos Gaceta del Gobierno del Perú, núm. 38, 10 de diciembre de 1823, núm. 8, 28 enero 1824, núm. 27, 26 de junio de 1824.
[10]. Favre 1987, Lavalle 1994, pp. 160-161; el pasaje de la carta a Unanue del 22 de julio de 1825 figura en Lecuna 1929: 44.
[11]. José María de Heredia, "Al sol" (fragmento) , en Miró Quesada Sosa 1971: 533.
[12]. Moniteur Universel, 2 sept. 1808, informe de un corresponsal, en Rosas Marcano 1964: 230; Gaceta del Gobierno del Perú, 3-iii-1825.
[13]. Véase Isabelle 2001; cita con aprobación a Mollien (1823) Vallenilla Lanz 212. El texto de Francis Hall está reproducido en Sowell 49.
[14]. La escultura está exhibida en el Museo Nacional de Arte de la Ciudad de México.
[15]. Sierra 1910/1985: ci; Edicto del obispo Abad y Queipo relativo al movimiento de Hidalgo (1812), en Torre Villar, González Navarro y Ross 97.
[16]. Hoja suelta realista de 1821, en Miró Quesada Sosa 226.
[17]. Unidad entre ellos: Fernández de Lizardi 1968-1973: 393; poder militar, El sol del Cuzco, 2-iv-1825; sarracenos en Henríquez 1960: 130 (El monitor araucano, sept. de 1813); tolerancia: El Centinela (Buenos Aires), 4 de agosto de 1822, en Biblioteca de Mayo, tomo 9, pp. 79-46.
[18]. "Con dolor oigo /.../ que se la llama el Argel de América, puesto que los mismos que cometen estos atentados se han querido dar el nombre de musulmanes", Félix Varela (1824), en Gay Galbó y Emilio Roig 54.
[19]. "Esos que llamamos bárbaros dan en este punto una lección importante a naciones civilizadas que prostituyendo sus principios han perseguido a lo liberales", El republicano (Arequipa), núm. 53 (25-xi-1826).
[20]. Quarterly Review (London), julio 1817, citado en Landes 1998: 311.
[21]. Fray Servando Teresa de Mier, extracto de su Historia de las revoluciones de Nueva España (1813), en 1978: 149. Hay otras referencias a los moriscos en esa obra.
[22]. Vaticinios (de Fray Francisco de Paula Castañeda), en La lira argentina 1824/ 1960: 334.
[23]. La idea de un acercamiento de Bolívar al "Tercer Mundo" (!!!) aparece en Nweihed. Extraño libro, que nos dice mucho más sobre los extravíos de la razón latinoamericana que sobre Bolívar.
[24]. "A la victoria de Maipo", en La lira Argentina 1824/1960: 226.
[25]. José Cecilio del Valle, justificación de la independencia (1821), en Meléndez 33.
[26]. Véase la Memoria de fray Melchor de Talamantes, en García, tomo 7: 377, 389, 452.



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