PALIMPSZESZT
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Las limitaciones del exotismo:
el bondadoso negro en Calypso de Tatiana Lobo

Jorge Chen Sham
Universidad de Costa Rica

Los alcances del trabajo de Edward Said en la constitución de los estudios subalternos sobre la experiencia colonial y las representaciones de Oriente, por parte de un Occidente que categoriza por medio de la razón instrumental, tienen un valor heurístico de primer orden para quien desea estudiar las bases ontológicas y epistemológicas definitorias de las sociedades latinoamericanas. En su fundamental Orientalism (1978), Said se interesa por comprender los modos de representación del otro exótico, distante y lejano a través de un discurso que, basado en la historia de dominación político-cultural que Europa y los EE. UU. desarrollan para justificar el imperialismo expansionista del siglo XIX, lo domestica y lo naturaliza. Precisamente, Said explica que tales categorías no se desarrollan simplemente por un afán de imaginación o de integración del otro no-occidental, sino que son el producto de “a relationship of power, of domination, of varying degrees of a complexity hegemony” (5). La finalidad de este conocimiento sobre Oriente, sigue explicando Said, desemboca en una estrategia productiva que permite consumir (asimilar y utilizar) con criterios antropológicos, biológicos o artísticos (7) y hacer comprensible para el mundo occidental la cultura oriental:

[…] it is, rather than expresses, a certain will or intention to understand, in some cases to control, manipulate, even incorporate, what is a manifestly different (or alternative or novel) words; it is, above all, a discourse that is by no means in direct, corresponding relationship with political power in the raw, but rather is produced and exists in an uneven exchange with various kinds of power […]. (12)

De manera que al descubrir el vínculo solidario entre poder y conocimiento, Said no solo realiza una verdadera arqueología del saber del otro oriental, sino también descubre que su discurso se rige por un régimen de verdad, el cual involucra según Michel Foucault en su ensayo “Verdad y poder”, definiciones, instancias y mecanismos, técnicas y procedimientos para producir las certidumbres de una época con arreglo a la verdad que se quiera construir (53). Tal es el caso del Orientalismo en donde se conjugan posición hegemónica y visión eurocéntrica, cuyo régimen de verdad tiene su asidero en criterios de distinción y de diferenciación para “limpiar, fijar y dar esplendor”[1] a Occidente. Pero ello desemboca en un punto de vista parcializado, deformador o impreciso de Oriente, lo que Said denomina las limitaciones del Orientalismo:

[…] the limitations that follow upon disregarding, essentializing, denuding the humanity of another culture, people, or geographical region. But Orientalism has taken a further step than that: it views the Orient as something whose existence is not only displayed but has remained fixed in time and place for the West. (108)

Las relaciones que surgen de esta mirada del otro son asimétricas y verticales; por ello Said desmonta el Orientalismo como parte de un discurso colonialista que no solo ubica a Oriente en posición inferior y marginal, sino también forja una perspectiva etnocéntrica, “a more knowledgeable attitude towards the alien and exotic” (117), con representaciones que promueven las categorías de “[s]ensuality, promise, terror, sublimity, idyllic pleasure, intense energy” (118). Siguiendo a Nancy Vogeley, Silvia Nagy-Zekmi se vale de esta superioridad de Occidente y de las implicaciones de esta representación del Otro subalterno y marginal, para enunciar las posibilidades de trasladar la noción de Orientalismo a un contexto latinoamericano (24). De esta manera, el enfoque de Said se impone como una estrategia útil para comprender también procesos socio-culturales de hegemonía y de aculturación que se arraigaron durante la colonia y pervivieron en la constitución de nuestros países, haciendo que los estados nacionales se forjaran bajo proyectos que marginaban grupos étnicos o sectores sociales.

En el caso de Costa Rica, el componente africano en los orígenes del país ha sido resaltado recientemente en un trabajo que relaciona la genealogía y la antropología. En su sugestivo libro Negros y Blancos: Todo mezclado (1999), Tatiana Lobo Wiehoff y Mauricio Meléndez Obando vienen a destruir, de una vez por todas, el mito de una Costa Rica de origen blanco y de campesinos parceleros que el proyecto liberal a finales del siglo XIX había forjado como base de la democracia costarricense y que invisibilizaba los componentes étnicos indígenas y africanos en la historia de la provincia de Costa Rica. Con el estudio de la genealogía, Lobo y Meléndez dan seguimiento a la presencia de sangre de esclavos africanos en familias de Cartago, capital de la provincia de Costa Rica, durante el siglo XVIII, en el momento del auge cacaotero y de un “comercio esclavista en Costa Rica [que] ha sido minimizado” (89) y que, desde el punto de vista de la trata de esclavos, “ [debe hacer emerger] el proceso de mestizaje y de integración de los negros durante la Colonia con el resto de la población” (90). Esta presencia de zambos esclavos o cimarrones corresponde a la segunda oleada de la presencia africana en Costa Rica;[2] la tercera se relaciona con la traída de trabajadores jamaiquinos para la construcción del ferrocarril al Atlántico a partir de diciembre de 1872 cuando arribó el primer barco a las playas de Limón (Meléndez y Duncan 7). Tal y como lo plantea Mariela Gutiérrez, estas dos últimas inmigraciones son las que han dejado “una marca ya indeleble en la historia de la nación” (519) pero solamente hasta la segunda mitad del siglo XX ha empezado a reconocerse oficialmente y a integrarse tangencialmente en el proyecto de nación.

Venidos con la esperanza de ahorrar lo suficiente para regresar a su patria, luego del término de la construcción del ferrocarril para 1890, los jamaiquinos se quedaron en territorio costarricense para trabajar en las plantaciones bananeras, cuyos enclaves tuvieron su mayor apogeo durante la década de los 20 y 30 del siglo XX, de manera que ellos y sus descendientes se establecieron en la costa atlántica costarricense sin que tuvieran ninguna relación con el resto del país a causa de su religión y lengua, que los hacía diferentes y extraños para el resto del país.[3] No es casual que el miedo y el temor entre ambos grupos, los mestizos y blancos del Valle Central y frente a los negros de la costa caribeña, crearan incomprensiones culturales y ciertos interdictos sociales, como la prohibición más o menos explícita de no aventurarse después de Turrialba, el punto geográfico imaginario que servía de línea de división entre el Valle Central y la zona atlántica. Este aislamiento empieza a revertirse con la Revolución del 48 y con la decisión de la Segunda República gracias al decreto del presidente José María Figueres Ferrer, en 1953, de otorgar la ciudadanía costarricense a los negros limonenses y darles el derecho al voto, con la posibilidad abierta de acceder a una educación superior y de facilitarles los desplazamientos por el territorio nacional.

El aislamiento de la comunidad afro-caribeña y su incorporación en el desarrollo de Costa Rica es una tarea que se gesta en la segunda mitad del siglo XX; su agenda política es propia de un estado que desea incorporar las zonas periféricas del país dentro de una economía agroexportadora. Un hito en esta comprensión de la realidad afro-caribeña es la aparición en 1972 del libro El negro en Costa Rica, firmado por uno de los más prestigiosos historiadores del país, Carlos Meléndez, y por un joven profesor universitario y escritor de ascendencia afro-caribeña, Quince Duncan. Se trata del primer trabajo de conjunto cuya finalidad es “recoger materiales básicos que conduzcan, tarde o temprano, a una más precisa, justa y clara comprensión del problema [del negro y su incorporación a la vida nacional]” (8). Vinculado a esa corriente que Jerome Branche denomina “movimiento negrista” del período entre guerras, el trabajo de Meléndez y Duncan se ubica en esa línea de reivindicación del aporte africano en las sociedades latinoamericanas, con el fin de valorar su aporte y celebrar “el mestizaje racial y cultural” (484), pero sin caer en el carácter utópico de “la negritud” como si fuera el “producto de un proceso histórico de síntesis cultural armoniosa, de relaciones raciales armoniosas y de una historia esclavista que fue paternalista y benigna” (484-5).[4]

Ahora bien, sirva lo anterior para situar en esta necesidad de comprender el papel del negro y las representaciones literarias que de él se desprenden dentro de esta arqueología del discurso colonial que nos proporciona Edward Said y del proceso de visibilización del negro en Costa Rica. La representación del negro y sus luchas de reconocimiento son propias de una agenda política del estado benefactor, el cual se caracteriza por la intervención del Estado como actor principal en desarrollo socio-cultural de los años 60 y 70; los escritores que adoptan esta agenda están ligados a las izquierdas, y todavía lo están. Tatiana Lobo (nacida en Puerto Montt, Chile, 1939 pero radicada desde 1967 en Costa Rica), de la que ya habíamos hablado, se propone precisamente conducir su escritura hacia esa necesidad destruir los mitos fundadores de la nacionalidad costarricense (Seager 99) y, con tal propósito de incorporar la voz del otro, escribe la novela Calypso (1996) en la que la referencia directa del título al ritmo afro-caribeño por excelencia, describe su temática afro-caribeña y su reivindicación del negro limonense.

Sin embargo, a la luz de los postulados de Said, emerge una contradicción que solamente desde la posición del orientalismo saidiano puede comprenderse. Para plantear la hegemonía del mundo blanco sobre la zona caribeña, Tatiana Lobo se nutre del maniqueísmo de la dicotomía Civilización/ Barbarie, que proporciona el fundamento del proyecto decimonónico de nación y permanece en Calypso en la oposición entre Lorenzo Parima, el blanco meseteño, y Alphaeus Robinson, alias Plantitáh, el negro limonense. Ambos personajes representan a los dos grupos forjadores de la historia oficial caribeña,[5] cuando se asocian para crear un comisariato y dar empuje a la región. Desde el principio de la novela, llama la atención la etopeya, un retrato físico y moral, que los opone diametralmente hablando. Veamos cómo se describe a Plantitáh:

En otro orden de cosas, sus poderosas palmadas en las espaldas, sus carcajadas de piano, la mirada bondadosa y cálida de sus ojos redondos, eran tan irresistibles como la elegancia de su cuerpo elástico, admirablemente formado, de su cabeza pequeña que tenía las facciones armoniosas y bien trazadas de un somalí. (13)

Un cuerpo armonioso y bello en la que se subraya su “mirada bondadosa y cálida” que hace pensar en el tópico del buen salvaje, fuerte y robusto. La idealización del negro surge para presentarlo como bello, bueno y de un “dechado de perfecciones” (14) y de virtudes, es decir, ingenuo y sin malicia. Por el contrario, Lorenzo Parima se presenta desde el inicio como un hombre codicioso e interesado, que quiere aprovecharse del “bondadoso” Platintáh:

Como hombre de montaña, campesino de tierra adentro, Lorenzo Parima tenía una facultad especial para acogerse al árbol de la mejor sombra […]. Bajo de estatura, nada corpulento, algo desmañado y sin ninguna habilidad notable, el blanco suplió su falta de atractivo y su carencia de gracias profitando de las virtudes del negro. (14)

Las notaciones orográficas (“hombre de montaña”) permiten que la instancia narrativa categorice moralmente, de modo que la sanción moral pesa de una vez por todas sobre Lorenzo como un ser carente y con complejos, y quien más adelante, cuando conoce a la enamorada de Plantitáh, se descubre como un hombre concupiscible y de bajas pasiones, pues Lorenzo no solo la mira de manera impropia, dice el texto, sino que la ha poseído ya con sus ojos (en su imaginación):

Lorenzo Parima se dejó enredar en el vestido de Amanda Scarlet, metió las manos bajo los vuelos y subió la boca ansiosa por las piernas largas, a beber la miel de su esencia. Ella, sin tener la menor idea de los pensamientos que su cuerpo estaba produciendo en la fantasía del invitado blanco, ajena a la pasión obsesiva que en ese momento brotaba como mala hierba, bailaba versátil […]. (25-6)

Se trata de una violación del cuerpo de la “virgen” salvaje y bella, por el miserable y execrable blanco, que no puede sustraerse a la sensualidad y al placer despertados por Amanda. Lorenzo empieza a asechar a la víctima y su obsesiva pasión lo convierte en un voyeur, ya sea cuando la pareja hace el amor en su casa y se pone debajo del piso para escuchar sus escarceos amorosos (31), ya sea cuando los sigue y, en una descripción un paradisíaca, los encuentra fogosos en medio del agua (33). Desde este momento, la armonía y la intensidad del idilio selvático contrastan con los malos propósitos de Lorenzo, dentro del tópico del amo blanco y lascivo que entorpece un amor de corazones generosos. La representación del negro funciona con un cliché que lo reduce a ser sensualidad y energía pura; ése es el exotismo parcializador del que nos habla Said (118). Lo anterior conduce a que el texto presente a Lorenzo dentro de un sistema compensatorio, como no puede tener al objeto sexual, el comerciante blanco se aprovecha de su ingenio y lucidez para los negocios para robarle a su socio Plantitáh: “Ésta fue la manera más efectiva que encontró la perversidad de Lorenzo para vengarse y así atenuar el insoportable mordisco de la envidia y de los celos” (30). Aquí la codicia económica es una manera de sublimar la codicia sexual, por lo cual Calypso presenta la historia de la expoliación del negro en términos de una transacción simbólica. Eso me parece bien; el problema es que Plantitáh no muestra interés por el negocio y se despreocupe de él, dejando toda la carga de trabajo en manos de Lorenzo, mientras que Amanda y Plantitáh se dedican a hacer “dos avecillas extasiadas en su mutua contemplación, periquitos de amor que pasaban el tiempo aseándose las plumas el uno al otro” (30). En el esquema dicotómico, Lorenzo es el calculador y trabajador; Plantitáh, por desgracia, no tiene cabeza para los números ni es nada emprendedor.[6] Sin ningún interés por el sustento económico y solamente dedicados al amor y a vivir el momento, el texto consuma la usurpación del comisariato y Lorenzo le anuncia a Plantitáh la pérdida de su mitad del negocio (33).

De esta manera, ya convertido en el único propietario del comisariato, sinécdoque aquí de la región caribeña y de su posición de terrateniente y colonizador, Lorenzo se da a la tarea de continuar sus propósitos, seducir a Amanda: “Era el momento de la espera, agazaparse para capturar la próxima oportunidad” (36). Así, quien tiene malas intenciones en la novela es el blanco meseteño, mientras que al bondadoso negro no le pasa por su mente ni puede calcular las intenciones de quien es su verdadero agresor. La cacería de la presa está abierta y todos sus empeños y astucia estarán dirigidos para su consecución con las constantes maquinaciones mentales por parte de Lorenzo, ávido de “[c]omo un tigrillo de montaña al acecho” (39). Calypso presenta así a Amanda y a Plantitáh como las víctimas en potencia, pues las atenciones y regalos hacia Amanda se suceden y se gana la confianza de parte de Plantitáh. Lorenzo encuentra la oportunidad de eliminar a su rival, cuando en la confusión de la noche mata, según él por equivocación, a su amigo pues lo ha confundido con una pantera (45). El crimen queda impune y las sospechas quedan en el olvido, cuando todos creen en la sinceridad de Lorenzo, quien ahora se ocupa de la viuda y de la hija. Las asechanzas de Lorenzo continúan, pero Amanda no cede; un día al regreso de su baño, el hombre se abalanza forcejeando con la mujer; en ese instante ella interpela a su amado esposo y su espíritu se aparece (53), a lo que Lorenzo “[h]uyó despavorido y desde ese día sus sospechas de que el fantasma del muerto rondaba a su mujer, se le enclavó” (54).[7]

Por un lado, Lorenzo Parima representa al blanco colonizador que usurpa el territorio caribeño con sus mañas y argucias, frente al indolente y bondadoso negro al que no se le dan las armas ideológicas para pensar en las motivaciones y también malévolas intenciones del blanco meseteño, que ejerce su hegemonía y poder cacical sobre Parima Bay. He aquí en donde se encuentra la contradicción ideológica de la novela, pues, al inscribir a los negros dentro del tópico de buen y bondadoso salvaje, Calypso no nos narra la historia desde la perspectiva subalterna en la que haya resistencia y toma de conciencia abierta: nadie se opone de frente al gobernador don Lorenzo Parima. En Calypso, la resistencia es alternativa y los únicos oponentes son: A) miss Emily, quien “detestaba al dueño del almacén” (51) porque cree que actúo premeditadamente matando a Plantitáh. B) Ella heredera esta función a su hija adoptiva Stella; será el papel de ser la cómplice de Eudora, la hija de Amanda, quien busca amantes en la noche para poder satisfacer la intensidad de su cuerpo. C) un predicador, el Africano, quien valiéndose del discurso religioso, denuncia vicios y llama al arrepentimiento (59); pero ninguno de los tres actúa en franca oposición ni ven a Lorenzo como un verdadero peligro. No hay, pues, lucha ni reacción frontal en contra del “conquistador”. Las resistencias se minimizan, como la amenaza de la escuela en lengua inglesa que abre un pensionado de Gran Caimán (86) y su primera lección en la que sintetiza la historia de esclavitud y de diáspora sufridas por los africanos (88). A pesar de su llamado a la resistencia lingüística, no hay ningún tipo de sublevación en la novela ni conflicto entre lo blanco y lo negro, como tampoco un testimonio de injusticias o de la violencia del colonizador desde el punto de vista del margen, a quien nunca ven como un peligro real o inminente; prueba de ello es que Eudora, la segunda generación Scarlet, acepte casarse con Lorenzo, el asesino de su padre (144) y ella se deja sobornar con sus regalos y dádivas (151).

Sin embargo, aunque Lorenzo representa al blanco que desea conquistar el cuerpo de la mujer negra, sinécdoque del territorio afro-caribeño, no puede consumar la posesión de Eudora. En Calypso el cuerpo de la mujer negra es voluptuoso y tentador y representa para Lorenzo “la malsana pasión de su tormento” (108) que lo obsesiona como “maléfico tormento” (109); es su perdición e infierno. Ante Eudora, Lorenzo se muestra impotente para consumar el matrimonio, lo cual la obligará a “perseguir el amor toda tu vida” (157), según la condena de Amanda; por eso, Eudora, ‘insatisfecha e inquieta” (160), buscará como satisfacer los requerimientos de su sexualidad y su vitalidad:

[…] fue presa de rinitis nocturna y de intensos y agudos ataques ambulatorios que la obligaban a vagar por la playa […], inquieta y perturbada por una comezón en la nariz, alterados el ritmo del corazón y la circulación de la sangre, con grandes lamparones enrojecidos en todo el cuerpo. (169)

Como verdadera ninfómana cuyo deseo de la cópula es insaciable (Alarcón 9), gracias a las reacciones somáticas comprendemos que Eudora responde al atavismo biológico, la voluptuosidad y la energía de su cuerpo la conducen a satisfacerse con encuentros más o menos fugaces, sin que ella tenga ningún control sobre “su extraña enfermedad” (171), su compulsión al sexo, y tenga unos amoríos adúlteros con un negro norteamericano de los que nace Matilda. He aquí otro de esos rasgos del exotismo de lo negro con el que Occidente siempre se ha diferenciado del otro. Por otra parte, ahondando en la única posible resistencia del texto, Lorenzo se entera del adulterio de Eudora, a través de su relación con un teólogo brasileño (173) y, queriendo vengarse de ella, hace que nombren a Abelardo Brenes, un blanco meseteño, como maestro de la escuela. Postrada en la cama, Eudora renuncia a dar clases; pero los cantos y bailes de Stella en forma de un conjuro le devuelven las ganas de vivir: “bailando le quitó la melancolía a Eudora y con la magistral idea la curó, para siempre, de las rinitis y las alergias” (179). Ellas responden con un saber ancestral a las amenazas de Lorenzo, de manera que, con nuevos bríos, Eudora se entiende amorosamente con Abelardo y los dos se encargan de la escuela. Lorenzo de nuevo no puede “domar” a la fierecilla salvaje de Eudora ni luchar contra esas fuerzas sobrenaturales representadas por la maldición que lo ata a las Scarlet y por la aparición de Plantitáh en forma de un gallo negro (198).

Las recriminaciones y el sentimiento de culpabilidad obnubilan a Lorenzo, cuya causa, le explica Olga, su concubina del Puerto, se debe a “ese lugar embrujado” (184), de una obsesión que se reanima en una Matilda adolescente: “Ahí estaba la misma mujer, como una negación del tiempo, como un eterno presente, siempre inalcanzable” (227). Mientras tanto, Lorenzo crece como empresario con la ruina de los cacaoteros (187) y sus otros negocios, el hotel, el salón de baile y el comisariato; él hace de Parima Bay un pueblo próspero al traer la carretera (117) y la electricidad (221). A causa de los malos consejos de Olga, cae en el mundo del narcotráfico (231) y, para olvidarse de la adolescente Matilda, se introduce desesperado en el mundo de la prostitución infantil (235). Por su parte, Matilda crece como un espíritu libre, en compañía de otros amigos de juegos y aventuras marinas. Aquí se produce el desenlace de la novela, pues trágicamente se entromete en un cargamento de drogas y los asesinan; todo ello orquestado por el capo don Lorenzo quien da la orden de destruir mercancía y a los posibles testigos (259). En este paroxismo de la corrupción y del poder amasado por Lorenzo, la novela anuncia los signos del Apocalipsis (247), con este aciago suceso que traerá el fin del mundo. El crimen queda de nuevo impune; Lorenzo huye de Parima Bay, mientras que Eudora y Omfí, el tío de Matilda y amiga de sus juegos, quedan desconsolados. Para aplacar la tristeza, Stella conduce a Omfí a la playa en donde empieza su danza:

[…] balanceando las caderas, abandonando el cuerpo a la palpitación de las ocultas venas que recorren las profundidades de la tierra, tarareando la canción monótona y aturdidora que había escuchado a las majestuosas negras en su viaje al otro lado de la vida. (263-4)

Al apelar a los espíritus ancestrales y a los ritos de la vida y de la muerte, Stella convoca a las fuerzas de la naturaleza, la tierra retumba y se produce un maremoto que inunda la costa y todo el pueblo. Como si fuera un deus ex machina que anuncia una justicia divina o poética, el único edificio devastado es el comisariato de Lorenzo, emblema de su poder y jurisdicción territorial, como reconocen los parimanos: “la gente comprendió que el nombre del pueblo ya no tenía sentido puesto que el rótulo que le había dado identidad desaparecía” (266). El cataclismo destruye el símbolo del poder del conquistador, ahí en donde el orden humano deja sin castigo al villano y perturbador del paraíso ideal que era Parima Bay, antes de su llegada. Por lo tanto, el exotismo (lo inexplicable) vuelve a aparecer para dar solución, con lo sobrenatural y lo extraño, a las realidades humanas, para desconocer las relaciones de poder y la violencia del conquistador blanco, con las mismas categorías irracionales con que Occidente ha caracterizado al otro africano sensual y voluptuoso. De este modo, se otorga a la novela un desenlace pletórico, bello poéticamente y de una energía intensa. Calypso deja intacta la esencia del mítico salvaje africano, con su estereotipo de “bondadoso”, “natural” y “auténtico”, lo que de alguna manera sirve para enmascarar la compleja realidad colonial y las luchas vindicativas del negro limonense, pero al menos a “ampliar las fronteras culturales del país para mejor definir la identidad nacional” (Seager 116).

Obras citadas

Alarcón, Norma. Ninfomanía: El discurso feminista en la obra poética de Rosario Castellanos. Madrid: Editorial Pliegos, 1992.

Branche, Jerome. “Hibridez cultural, autoridad y la cuestión de la nación”. Revista Iberoamericana 65.188-189 (1999): 483-504.

Foucault, Michel. “Verdad y Poder”. Estrategias de poder. Obras esenciales, Volumen II. Barcelona: Ediciones Paidós Ibérica, 1999. 41-55.

Gutiérrez, Mariela A. “La herencia afrocaribeña de Anansi, el hermano Araña, en Costa Rica”. Revista Iberoamericana 65.188-189 (1999): 519-34.

Lobo, Tatiana. Calypso. San José: Ediciones Farben, 1996.

Lobo Wiehoff, Tatiana y Mauricio Meléndez Obando Negros y Blancos: Todo mezclado. San José: Editorial de la Universidad de Costa Rica, 1999.

Meléndez, Carlos y Quince Duncan. El negro en Costa Rica. San José: Editorial Costa Rica, 1972.

Nagy-Zekmi, Silvia. Paralelismos transatlánticos: Postcolonialismo y narrativa femenina en América Latina y África del Norte. Providence, R.I.: Ediciones Inti, 1996.

Said, Edward W. Orientalism. New York: Vintage Books Editions, 1979.

Seager, Denis. “Tatiana Lobo y la resistencia al dominio patriarcal”. De márgenes y adiciones: Novelistas latinoamericanas de los 90. Jorge Chen Sham e Isela Chiu-Olivares (Eds.). San José: Ediciones Perro Azul, 2004. 97-117

Notas:

[1] Reconocerá el lector el lema de la Academia de la Lengua Española.
[2] La presencia de negros en la provincia de Costa Rica consta ya en las crónicas coloniales y constituye la primera oleada de su presencia en el territorio nacional.
[3] Lengua española y religión católica, además del “supuesto” color de la piel, serían los rasgos que definen a este centro, frente a la periferia, lo que el viene a legitimarse desde un punto de vista orográfico y climático. Por esto, la costa atlántica pervive como una isla alejado del centro geográfico. En este sentido, son dignos de alabar y de reconocimiento institucional que, durante la primera mitad del siglo XX, las iglesias protestantes y sus escuelas desempeñaron un papel fundamental en el mantenimiento de la cultura afro-caribeña y la lengua inglesa, frente a esa mirada inhóspita y exótica del negro inculto e ignorante, con ritos extraños como los funerarios.
[4] Tal idealización se produce, como señala Branche, en pensadores del “negrismo” que son “no-negros” y adoptan un punto de vista armónico e idealista, totalmente contrario a un punto de vista colonialista y, si se quiere, orientalista en el sentido saidiano. Brache cita, por ejemplo, los trabajos pioneros de Emilio Ballagas, Cuaderno de poesía negra americana, 1934 y Antología de la poesía negra americana, 1935), los cuales tienen muchos seguidores en el ámbito latinoamericano.
[5] Obsérvese que se invisibiliza el aporte indígena. Recordemos que, en las regiones de la Cordillera de Talamanca (sur de Limón) viven los grupos bribríes de origen chibcha y, desde muy temprano, se ha constatado la presencia china o asiática.
[6] Éstas son, desde nuestro punto de vista, una de las contradicciones del propio esquema maniqueísta de Calypso.
[7] Los remordimientos de culpabilidad y la imagen de Plantitáh inundan sus sueños y no lo deja en paz a Parima.



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